PERSONALIDAD JURÍDICA Y AUTONOMÍA
PRIVADA EN EL DERECHO SOCIETARIO


Prof. Dr. Gastón Certad M.
Catedrático de Derecho Comercial

A la memoria de mi adorada madre

 

1.- Si en lo que corresponde al derecho privado, las ideologías iusnaturalistas antes y las liberales después reconocieron, como expresión del hombre y de los mercaderes, la posibilidad de autodeterminarse libremente -actuando casi como legisladores autónomos- en materia societaria, el ejercicio de la autonomía privada, sobretodo en lo tocante a la constitución de las sociedades de mayor relieve económico, ha estado siempre comprimido y encanalado en áreas estrechas y bien definidas.

A condicionar la distinta evolución de esas dos figuras contractuales fue, en realidad, la diferente influencia que el contrato de sociedad tiene sobre las relaciones jurídicas, en atención a la mayor complejidad de los intereses envueltos y a la mayor relevancia fáctica que indudablemente caracteriza la actividad respecto al acto1, y por eso ha parecido oportuno, para la seguridad del tráfico comercial, que ciertas actividades empresariales fueran diferentemente autorizadas y/o controladas2.

El control en nuestro medio se ha limitado, hasta ahora, a una vigilancia de la actividad; pero en recientes reformas al derecho de las sociedades en Italia, el control se ha extendido a los acuerdos sociales sobre las modalidades de desarrollo de la actividad de empresa: ejemplos paradigmáticos son el proceso de homologación3 y la adopción de la forma del acto público, que a su vez conlleva el control notarial sobre el acto.

No olvidemos que la estructura de la sociedad está ulteriormente protegida por el principio de tipicidad y por una infinidad de normas imperativas o de orden público que la jurisprudencia y la doctrina han retenido que caracterizan al tipo societario.

Por eso, si en el derecho privado la evolución históricamente recorrida por el concepto de autonomía privada pasó de una concepción expansiva (y liberal), entendida como plena libertad de las partes de autodeterminarse, producto de la legislación napoleónica, a una acepción más condicionada, más atenta, es decir, a las exigencias de solidaridad y tutela de los sujetos contractualmente más débiles, del derecho contemporáneo, en el ámbito más específicamente societario, la autonomía privada ha estado, por el contrario, siempre comprimida y seriamente limitada, característica ésta que se da no sólo en nuestro país sino en el derecho de sociedades de la Europa continental4. Tenemos entonces que la autonomía privada encuentra un límite en las normas imperativas y en las disposiciones contrarias al orden público y a las buenas costumbres, aunque en cuanto a estas últimas debamos reconocer que son de escasa incidencia en el fenómeno societario.

Nadie se atreve hoy a discutir que las normas que concurren a delinear los distintos tipos sociales previstos legalmente y su funcionamiento deben considerarse imperativas5. Es más, según una opinión bastante difundida, las normas imperativas prevalecen respecto a las dispositivas en atención a que el contrato de sociedad tiene un radio de acción más amplio respecto a cualquier otro contrato, con la consecuencia de que la rigidez del modelo y de la organización debe considerarse justificada por la necesidad de tutelar el interés de los acreedores, de los socios minoritarios, de los terceros y del interés público en general6.

Recientemente, después de la afirmación, también en la doctrina italiana7, de las teorías norteamericanas que se centran en el análisis económico del derecho, hemos asistido a una mayor atención hacia los problemas ligados a la autonomía privada de los socios.

Por eso, la idea de que las sociedades de capital deban ser gobernadas por un buen número de normas imperativas ha sido progresivamente puesta en discusión, sobre todo por autores anglosajones, permaneciendo, ello no obstante, siempre abierto el inminente problema del grado de “imperatividad” que el derecho societario deba tener.

2.- Alguien ha observado que “las normas imperativas son ciertamente normas escritas, pero no siempre es escrita la norma que califica como inderogable, o imperativa, o inválida, esta o aquella norma escrita” y que “toda la dificultad está en adivinar la norma (no escrita) calificativa”8.

De lo anterior se colige que, por lo general, la inderogabilidad de una norma se deduce, en vía interpretativa, de los principios generales y a los intereses concretos que se consideran merecedores de tutela jurídica.

El verdadero problema está, entonces, en individuar cuáles son esos principios generales y esos intereses que en distintos modos han influenciado e influencian a la jurisprudencia en materia societaria, y ello en cuanto ellos son los verdaderos límites que la autonomía privada en materia societaria ha siempre encontrado, y siempre encontrará, en su evolución.

A nosotros nos parece que entre estos, un puesto de primer orden corresponde al modo de entender la personalidad jurídica9. Y es que personalidad jurídica e interés público constituyen, a no dudarlo, algunos de los principales límites, de orden histórico, político y cultural a la autonomía privada10.

El modo de comprender esta institución ha condicionado la materia societaria, constituyendo uno de los principales límites a la autonomía privada.

Así, por ejemplo, la forma en que está redactado el artículo 1711 nos parece indicativa de la necesaria tipicidad de las sociedades mercantiles. La ratio del carácter imperativo de ese ordinal la encontramos en la circunstancia de que las personas jurídicas, precisamente en cuanto son una creación del ordenamiento, deben encontrar en él su propio reconocimiento. Por ello no sería posible, para nosotros, crear sujetos jurídicos atípicos, precisamente porque el ordenamiento jurídico reconoce la personalidad a organismos, distintos de las personas físicas, precisamente en cuanto presenten determinados requisitos fácticos. Está prohibido, por ende, a los sujetos de derecho privado sustituirse al Estado en la creación de sujetos de derecho atípicos.

Como se aprecia, y no obstante ser la interpretación de esa norma extremadamente clara en prohibir la constitución de sociedades atípicas –consideradas por el legislador muy probablemente dañinas para el ordenado desarrollo de las actividades comerciales y para la confianza que esas actividades y los sujetos que las ejecutan deben infundir–, se advirtió la necesidad de justificar esa exclusión recurriendo al concepto de personalidad jurídica y a las normas privilegiadas que la regulan. Sin embargo, ante este “principio de tipicidad”, la doctrina es pacífica en reconocer que él no impide la inclusión, dentro del acto constitutivo de una sociedad típica, de cláusulas “atípicas”, conclusión que encuentra una ulterior y directa confirmación para la s. a. en los artículos 18 y 104, normas que prevén que el estatuto contenga las disposiciones relativas al funcionamiento de la sociedad.

Y es que en el momento en que el legislador, en el artículo 19, atribuye a las sociedades mercantiles personalidad jurídica como efecto de su inscripción en el Registro Nacional de Personas Jurídicas, así como la correlativa y total separación del patrimonio del ente de los de sus socios en las sociedades anónimas y de responsabilidad limitada, les impone una estructura típica cuya integridad es preservada, a tutela de los terceros y de la colectividad, mediante la sustracción a los socios del poder de disposición o de disminuirla con actos de autonomía privada.

De lo dicho se desprende que la autonomía privada en materia societaria encontraría un límite en la estructura misma de la personalidad jurídica, lo que significa que la fórmula “estructura de la personalidad jurídica” equivale a la de “organización” de la sociedad.

Los argumentos de la doctrina y de la jurisprudencia sobre la imposibilidad de alterar la estructura organizativa de la sociedad, se han tradicionalmente basado sobre las siguientes y, aparentemente insoslayables, consideraciones:

a)   la personalidad jurídica es la desviación del principio general de la responsabilidad personal por las obligaciones sociales, por lo que la misma organización corporativa es la contrapartida a dicho régimen de favor;

b)   la estructura corporativa es un elemento esencial e inderogable de la personalidad jurídica; y

c)   como es la ley la que crea al ente, sólo la ley puede modificar su estructura.

3.- Por mucho tiempo se creyó que la limitación de la responsabilidad debía considerarse como el beneficium concedido por el ordenamiento jurídico a las empresas de mayores dimensiones.

Ante todo nos parece importante relevar que, contrario a lo que normalmente se piensa, entre límite de responsabilidad y personalidad jurídica no se instaura una relación directa en el sentido que la limitación de la responsabilidad no es un elemento que caracterice a la personalidad jurídica sino, por el contrario, es un elemento mediato, instrumental y, por añadidura, también eventual: con la personalidad jurídica se realiza un “principio de separación”12 ejecutado a través de una “abstracción”, al cual puede acceder o no una limitación de la responsabilidad.

Un ejemplo muy significativo en ese sentido nos viene del derecho romano, cuyo pensamiento jurídico no había alcanzado un refinamiento tal de concebir una idea de grupo distinta de las personas que lo componían13.

No es sino recientemente, con la afirmación del sistema capitalista fundado en el trabajo libre, que la separación del patrimonio puede alcanzarse sólo a través de la creación de un sujeto distinto del empresario (real) a quien darle la titularidad del patrimonio mismo. No hay otra vía, entonces, que recurrir a la creación de una sociedad con personalidad jurídica propia.

La personalidad jurídica, entonces, no es otra cosa que una particular técnica jurídica, que produce una especie de desdoblamiento de la personalidad haciendo del conjunto una persona (jurídica) distinta a las personas (físicas y jurídicas) que la componen, con una subjetividad toda suya, un patrimonio propio y una capacidad de adquirir derechos y contraer obligaciones y de participar en juicios de modo independiente a cada uno de los socios. Así, la técnica del patrimonio separado le es imputada al ente personificado, tercero frente a terceros y a los mismos socios. La personalidad jurídica no es otra cosa, entonces, que una técnica jurídica por medio de la cual se realiza el “principio de separación”, en el que la limitación de la responsabilidad se configura sólo como una de las (distintas) consecuencias de la realización de semejante principio: un reflejo, por ende y además, innecesario y eventual 14.

4.- Con la promulgación del actual Código de Comercio en 1964, la personalidad jurídica y el beneficio de la limitación de la responsabilidad no son incompatibles con el ejercicio unipersonal de la actividad de empresa, siempre que se respeten las formas de publicidad y las garantías impuestas por la ley para tutelar a terceros. Hoy, quien quiere emprender una actividad empresarial, puede escoger cualquiera de las formas previstas en los artículos 17 y siguientes o la de la empresa individual de responsabilidad limitada (arts. 9 a 16) o la de la sociedad anónima unipersonal (art. 202). Otras figuras del derecho comercial asociativo contemporáneo, como las sociedades con responsabilidad limitada unipersonales o los denominados “patrimonios separados”, cada uno de los cuales está destinado exclusivamente a un específico negocio o bien el convenio con el cual en el contrato de financiación de un determinado negocio al reembolso total o parcial del financiamiento se destine el producto del negocio mismo, o parte de él15, no están aún contempladas en nuestro cuerpo de leyes mercantil, pero creemos que tarde o temprano las deberemos incluir. Todas estas normas introducen una importante derogación al principio general de la responsabilidad genérica por las obligaciones, enunciado en el artículo 886 del Código Civil, de que el patrimonio de la persona es prenda común de sus acreedores.

De lo hasta aquí expuesto podemos enumerar algunas consideraciones importantes:

a)   el empresario individual o colectivo goza hoy —y podría gozar aún más en el futuro— de una amplia escogencia de formas de organización patrimonial de la actividad de empresa;

b)   esa diversificación se efectúa mediante el uso de la persona jurídica, en virtud del “principio de separación” que permite la imputación del patrimonio a un sujeto;

c)   son compatibles con la persona jurídica tanto la limitación de la responsabilidad cuanto la asunción de una responsabilidad ilimitada (sociedad en nombre colectivo) o formas intermedias (sociedad en comandita);

d)   el patrimonio imputado al sujeto puede ser único, pero puede también asumir una estructura separada y diferenciada; técnica esta última que se nos revela particularmente útil para realizar formas de división de la misma actividad empresarial, creando de tal modo ramas de empresa limitadamente responsables que, sin embargo, forman parte de la misma sociedad.

Tenemos entonces que la personalidad jurídica no es otra cosa que un particular y eficiente instrumento jurídico mediante el cual se ejecuta aquel “principio de separación” al cual imputar determinadas relaciones jurídicas y, entre estas, las patrimoniales.

Hoy, si observamos la sociedad anónima bajo un perfil diacrónico, caemos en cuenta que la responsabilidad limitada, por siglos considerada como una prerrogativa absoluta de la personalidad jurídica, tanto de ser sancionada con la responsabilidad personal en caso de que se la utilizare con fines abusivos, es, en realidad, aquella eficaz técnica jurídica por medio de la cual el legislador, por razones de política legislativa (ligadas obviamente a las distintas necesidades económicas) puede adherir o no una responsabilidad personal limitada o ilimitada (como es hoy para la sociedad anónima unipersonal o para empresa individual de responsabilidad limitada), o escoger formas de responsabilidad “mixtas”, como sucede con la sociedad en comandita, o bien fragmentar ulteriormente el patrimonio único de la persona jurídica mediante la creación de patrimonios separados.

5.- Se dice que otro argumento utilizado por la doctrina y por la jurisprudencia para limitar la autonomía privada en las sociedades de capital es que la personalidad jurídica se caracteriza por la presencia de una estructura corporativa inderogable; y que el denominado “principio de las asambleas” caracteriza el procedimiento deliberativo, en especial, en las sociedades de capital16, concepto elaborado principalmente por la doctrina mercantil de fines del siglo XIX al través de la denominada “teoría orgánica”, cuyos principales seguidores, de origen alemán, fueron von Gierke y Preuss17.

 Esta posición hizo de la asamblea el elemento unificador de la personalidad jurídica bajo el perfil de la manifestación de la voluntad18.

Sin embargo, la atención de los Autores fue inicialmente atraída más que por la función unificadora del órgano interno (la asamblea), por la unificación del grupo que se daba por su medio en las relaciones externas19.

Ahora bien; la constatación más reciente de que el ordenamiento jurídico atribuye una cierta subjetividad a entidades colectivas a las que nos les reconoce expresamente la personalidad jurídicas (las llamadas “sociedades no personificadas”), ha impulsado a la doctrina a buscar los elementos que la caracterizan20, elementos que se han individuado no ya en la unificación subjetiva del grupo (presente en medida variable también en sujetos sin personalidad) sino en su estructura corporativa.

El corolario que se deriva de semejante afirmación es que la personalidad jurídica puede ser reconocida sólo en aquellas sociedades en las cuales dicha estructura está presente, pero también, para el aspecto que aquí nos interesa, que la estructura corporativa es un elemento esencial e inderogable de la personalidad jurídica misma y, por lo tanto, la autonomía privada no puede modificarlo.

6.- La idea de que la persona jurídica se caracterice (casi bajo un punto de vista “tipológico”) por la presencia de una estructura corporativa contrasta, sin embargo, con el dato normativo en cuanto nuestro legislación civil más reciente, y el propio Código de Comercio vigente, han previsto la subsistencia de organizaciones de tipo corporativo para situaciones jurídicas de co-titularidad sobre derechos reales y para propiedades imperfectas o limitadas (art. 265 CC) que, a pesar de caracterizarse por la presencia de una unificación subjetiva frente a terceros, no han sido reconocidas expressi verbis por el legislador como personas jurídicas.

Las normas en materia de condominio21, vgr., prevén una estructura organizativa articulada y hacen expresa referencia a la asamblea de condóminos, contemplando disposiciones bastante detalladas en lo concerniente a la reglamentación de la convocatoria y de la validez de las deliberaciones en esas asambleas.

Por su parte, también la constitución y el funcionamiento de un fideicomiso contempla una estructura organizativa, aunque seguramente menos articulada que la del condominio.

A estas observaciones, un sector doctrinario ha respondido que la personalidad jurídica está reconocida por el ordenamiento sólo a aquellos grupos colectivos cuya estructura corporativa, amén de tener un cierto grado de complejidad, resulte inderogable22. Y es así, sin lugar a dudas, en la sociedad anónima23.

7.- Otra objeción doctrinaria y jurisprudencial al pleno reconocimiento de la autonomía privada en las sociedades de capital es que la autonomía privada puede crear (en virtud del poder recibido del Estado) –a través de la estipulación del acto constitutivo y el registro del contrato- un ente que, por las características que se derivan de la personalidad jurídica, tiene una capacidad financiera y de inversión superior a la que pueden tener, de acuerdo a la disciplina común, las sociedades de personas; pero la autonomía privada no puede ulteriormente modificar la estructura preestablecida por el ordenamiento porque con ello sustituiría al Estado, esto es, a aquel sujeto del cual ese poder de constitución (y ese privilegio) emana.

Y es que lo creado o atribuido por la ley al margen de los principios generales del derecho de las obligaciones, de los contratos y de las personas (tales como la total irresponsabilidad de los socios frente a las obligaciones sociales, que deroga el principio de la garantía patrimonial genérica; que las vicisitudes que afectan a los socios no son idóneas para incidir en la sociedad; y que capacidad jurídica y capacidad de actuar -o capacidad de goce y capacidad de ejercicio para usar la nomenclatura francesa- propia de las personas físicas, es decir, de los miembros de la comunidad, se le extienden a una entidad fruto de un proceso abstractivo y de pura creación legislativa) puede ser modificado únicamente por la ley, es decir, que sólo la ley puede autorizar a la autonomía privada a modificar la estructura de la organización creada por ella misma (aunque sea para una utilidad o una ventaja privada).

Nos parece indiscutible la aseveración de que la personalidad jurídica en el ámbito mercantil tiene sus orígenes en el oktroisysthem. Se observa que personalidad jurídica ha conocido en el tiempo y como consecuencia de los buenos resultados prácticos obtenidos, una progresiva objetivación a tal punto de trasmigrar de la matriz del derecho público, en la que se formó, a la del derecho privado.

Todo lo anterior nos permite reiterar, una vez más, que la personalidad jurídica y su estructura organizativa no se ponen en relación directa con el régimen de responsabilidad.

8.- En sus primeras elaboraciones concep-tuales, en los inicios del siglo XIX, la persona jurídica fue considerada como la técnica jurídica mediante la cual la universitas adquiría subjetividad y se la consideró persona a pesar de no serlo.

Según esa teoría (denominada “de la ficción”) sujeto de derecho sólo puede ser el hombre; sin embargo, el ordenamiento jurídico puede reconocer la subjetividad, parafraseando a Savigny, “a cualquier otro ente, fuera del hombre, y así puede artificialmente formarse una persona jurídica”.

En el plano opuesto se coloca la denominada “teoría de la realidad” o “de la concepción orgánica” según la cual la personalidad jurídica es la constatación de una realidad preformativa ya existente en el plano de la realidad de los efectos. El ente colectivo es un “cuerpo orgánico” compuesto por “unidades sociales vivientes”, esto es, por hombres organizados en colectividades que expresan su voluntad a la que debe reconocérsele validez en relación a la realidad social y no a la ficción jurídica. Las organizaciones colectivas y los cuerpos sociales se forman naturalmente por hombres para conseguir determinados fines tendiendo a reunirse y organizarse espontáneamente.

Tales reuniones humanas no son una ficción ni una creación del ordenamiento sino “realidades vivientes”, al igual que el hombre, que el ordenamiento jurídico reconoce (pero no crea) declarando su subjetividad jurídica24.

La principal objeción hecha a esa teoría por las llamadas “teorías individualistas y normativas” es su contraste con la realidad. El ordenamiento, se afirma, reconoce como sujeto de derecho sólo al hombre, tanto que las mismas colectividades, antes de ser reconocidas no tienen ningún valor y, aunque organizadas, se resumen en la pluralidad de sujetos que las componen. Además, la consideración de que la voluntad es un fenómeno psíquico adscrito al hombre, así como la observación de que precisamente del hombre es el procedimiento racional que lleva a la valoración de los intereses, ha determinado más recientemente una atenta revisión de la teoría orgánica (denominada por sus detractores “teoría del antropomorfismo”, pues en la realidad no pueden existir entidades ontológicamente distintas al hombre pero caracterizadas por las mismas cualidades humanas25).

Las tesis sobre la personalidad jurídica que se subsiguieron en el tiempo son muchas; pero el resultado de tanto esfuerzo interpretativo es que, de acuerdo a Serick, “la naturaleza de la persona jurídica es tan inexplorada como la naturaleza misma del hombre”26.

Ya en la segunda mitad del siglo pasado, la teoría normativa de Hans Kelsen afirmó que, a través de un procedimiento especial, el ordenamiento jurídico crea los sujetos jurídicos y reglamenta su actividad. El sujeto jurídico es un grupo de normas, un ordenamiento jurídico particular. De acuerdo a Kelsen la persona física correspondiente al hombre es la personificación, es decir, la expresión unitaria personificada, de las normas que regulan el comportamiento de un hombre. Según esta teoría, así como la persona física es la reducción a unidad de las normas que la definen (y no el hombre en sí mismo como elemento biológico), del mismo modo la persona jurídica es el resultado de una reducción a unidad de un conjunto de normas que se refieren a un grupo de individuos.

La tesis kelseniana ha sido duramente criticada por D’Alessandro con la “teoría de la doctrina pura”27.

Pero a decir verdad, todas estas dos últimas teorías sobre la persona jurídica, si bien tienen puntos de partida diferentes, llegan a soluciones análogas: en la teoría de la ficción es el ordenamiento que gracias a una fictio juris equipara la persona jurídica a la persona física, creando un sujeto inexistente en el plano fisiológico pero fenomenológicamente existente en la realidad jurídica en virtud de dicha ficción; mientras que en la teoría normativa la persona jurídica, igual que la persona física, existe porque existe en el ordenamiento jurídico.

Por tanto, en lo que concierne el perfil de la autonomía privada, el corolario que desciende de ambas teorías es el mismo: lo que es creado (o descrito) por el ordenamiento sólo puede ser modificado por el ordenamiento mismo.

La teoría de la realidad, por el contrario, refiriéndose a la comunidad que está a la base de las relaciones jurídicas, se nos presenta como la solución abstractamente más abierta a la autonomía privada. Por eso quienes sostienen que la constitución de la s.a. tiene su fundamento no en la teoría de la ficción sino en la de la realidad, retienen, coherentemente, que la persona jurídica se funda en el contrato de sociedad. Es de los socios y del acuerdo contractual que la persona jurídica trae su autoridad y la legitimación del poder. “La constitución de la sociedad y consecuentemente de la persona jurídica —dice el principal exponente de esta tesis, Visentini— dependen de la voluntad de los sujetos privados, que deciden la inversión (es decir, el aporte en propiedad) mediante el contrato, recibiendo a cambio la propiedad de las acciones representativas de su capital social”28.

Pareciera más coherente aún la aislada posición de Francesco Ferrara Sr. quien, separándose de las teorías de la ficción y de la normativa, trata de conciliar el substrato prenormativo de la colectividad social con el elemento normativo del reconocimiento formal, que representaría el acto creativo mediante el cual el ordenamiento le da vida a la persona jurídica. Según este autor, en las personas jurídicas estarían presentes contemporáneamente tanto el substrato social cuanto la personalidad; el primero compone el ente, pero la segunda es un producto del ordenamiento jurídico y es una concesión exclusiva del Estado29.

Y es que la investigación doctrinaria sobre la personalidad jurídica estuvo condicionada por mucho tiempo por la necesidad de explicar, mediante una coherente construcción teórica, cómo se da la imputación de las relaciones jurídicas, así como aclarar la relación existente entre el derecho de propiedad del ente y el derecho de propiedad de cada una de las personas que lo componen.

Sucesivamente se ha aclarado que la propiedad, entendida como propiedad individual, asume una connotación distinta cuando está referida a las personas jurídicas30, y que a los entes colectivos es imposible trasferirles las mismas categorías lógicas utilizadas por la doctrina tradicional para calificar situaciones jurídicas individuales.

Un impulso determinante para una revisión del modo de entender la personalidad jurídica lo dieron los estudios filosóficos sobre el análisis del lenguaje y su extensión a las ciencias jurídicas31. La personalidad jurídica, afirman, es un “símbolo incompleto”, esto es, un símbolo que de por sí no tiene significado, pero que puede, a través de la definición en uso, formar parte de un contexto significante. Las normas que atribuyen la personalidad jurídica no indican algo específico sino tienen un alcance descriptivo general cuyo elemento unificador esencial le viene de un denominado “principio de alteridad”, esto es, del elemento de la distinción de los sujetos del ente.

Galgano, haciendo suya la conclusión de Scarpelli, según la cual el problema de las personas jurídicas es “el problema de la determinación de las condiciones de uso de la personalidad jurídica”, se detiene preferentemente en el “abuso” de la personalidad jurídica, sugiriendo la no aplicación de la normativa de privilegio y el regreso a las reglas generales en tema de responsabilidad por las obligaciones32.

Pero lo cierto es que la doctrina que se remite al análisis del lenguaje, no obstante haber centrado el aspecto esencial de la personalidad jurídica, se ha limitado a enunciar el denominado “principio de separación” pero sin captar la relación práctica, utilidad que puede ser comprendida sólo relacionando tal función con el negocio jurídico33.

Afirmar que la personalidad jurídica es un expediente lógico no lleva di per se a ningún resultado, salvo si se pone en relación ese expediente con el ámbito del negocio, a fin de que las cosas asuman un significado más concreto.

Para delinear la principal característica del negocio jurídico en relación con el ordenamiento, se suele afirmar que el negocio jurídico es aquella declaración de voluntad con la cual se enuncian los intentos que se pretenden perseguir y respecto a la cual nuestro ordenamiento –si la finalidad del acto es merecedora de tutela y si responde a los requisitos fijados por la ley para cada figura- contempla efectos jurídicos conformes al resultado querido34.

Según Giordano, esto sucede también con la constitución de la personalidad jurídica en donde los contratantes piden, del mismo modo en que lo piden en cualquier contrato, que le sean atribuidos a su declaración de voluntad aquellos efectos de separación, bajo el ámbito de la imputación de los actos jurídicos. El ordenamiento, una vez considerado eso como merecedor de tutela, les ofrece protección jurídica y (de la misma manera que en cualquier otro contrato) les suministra una disciplina de default, disciplina que se compone de dos diferentes aspectos que actúan sobre planos distintos: uno relativo a la organización y el otro relativo al régimen de la responsabilidad.

La estructura organizativa pertenece a los sujetos privados y, por ende, al campo de la autonomía privada (los socios pueden ulteriormente plasmar la disciplina del default para adaptarla a sus necesidades.

Esto es acorde con la misma función de la personalidad jurídica, eficaz instrumento técnico de imputación, fruto de un proceso de abstracción y evolutivo del pensamiento jurídico, puesto al servicio de la empresa35.

El régimen de la responsabilidad, por el contrario, se coloca fuera de la autonomía privada, incidiendo sobre el ámbito no “negocial” de la fattispecie; los sujetos privados no tienen el poder de incidir sobre la configuración del régimen de responsabilidad, aspecto normativamente sustraído de su esfera de influencia.

Haciendo eco de las palabras de d’Alessandro, “está bien que a las partes se les permita perseguir contractualmente sus recíprocas conveniencias, porque de estas nadie puede pretender ser mejor juez que los directamente interesados. Esta libertad tiene, sin embargo, un límite cuando la actividad de las partes genere efectos externos a su relación, o sea, cuando la conveniencia de los contratantes se obtenga afectando a otros sujetos"36.

9.- De lo que hasta aquí hemos visto se barrunta que las construcciones dogmáticas que desde los albores del siglo XIX se han ocupado de la persona jurídica se han preocupado, sobretodo, de aclarar la “naturaleza” de la personalidad jurídica, cuestión seguramente importante en una época en que se afirmaban, a la par de las dos formas originarias del individuo y del Estado, otras formaciones intermedias. Sin embargo, esa problemática ha seguramente perdido, con el pasar de los años, y más especialmente, hoy, una gran parte de su significado.

Hoy nos parece mucha más útil preguntarnos no tanto qué “cosa sea” la personalidad jurídica (realidad o ficción) o qué “cosa quiera significar” (símbolo completo o incompleto) sino, más pragmáticamente, a “qué sirve” la personalidad jurídica; cuál es su esencia bajo el ámbito funcional más que bajo el ámbito ontológico, lo que ciertamente nos lleva a entender la personalidad jurídica en un aspecto tal vez más minimista pero ciertamente más de consuno a la función a la que las necesidades de la empresa la reclaman.

No tenemos la más pequeña duda que la influencia de la corriente filosófico analítica en esta problemática nos ha suministrado al respecto nuevos inputs para la comprensión de la personalidad jurídica. Se ha comprendido así que la persona jurídica es sólo un instrumento del lenguaje jurídico útil para resumir una compleja disciplina de relaciones entre personas físicas.

Así, podemos afirmar que la personalidad jurídica es la adopción, por parte del ordenamiento, de un instrumento técnico de traducción jurídica de un elemento lógico-lingüístico, privado de consistencia prenormativa, que le permite sin embargo a nuestra racionalidad imputarle situaciones subjetivas a algo que, abstrayéndose, asume una propia concreción.

En palabras más sencillas, la personalidad jurídica es una particular técnica jurídica que el ordenamiento pone a favor de los sujetos privados sólo con la finalidad de permitirles la imputación separada de relaciones jurídicas.

En nuestra opinión debe efectuarse, con respecto a la personalidad jurídica y a la correlativa estructura organizativa del ente, aquella indispensable investigación tendiente a encontrar un punto de equilibrio entre imperatividad y tipicidad.

Por lo tanto, si es seguramente cierto que detrás del contrato de sociedad (y yo añadiría, detrás de la personalidad jurídica) hay muchas cosas entre las cuales está esencialmente la autonomía patrimonial (o sea, la posibilidad de sustraer ciertos bienes, aportados a la sociedad, de la garantía de los propios acreedores personales de los socios y, simétricamente, de sustraer los propios bienes personales de la garantía de los acreedores generados por el ejercicio de la actividad en común —responsabilidad limitada—, debemos reconocer que el balance entre el relieve real del contrato social (y de la personalidad jurídica) y el grado de imperatividad está distinguiendo el aspecto del negocio de la personalidad jurídica del que pertenece a la fattispecie. El aspecto del negocio puede plasmarse con fundamento en las necesidades de los socios (por ejemplo, la estructura organizativa); por el contrario, el aspecto allende el negocio (el régimen de la responsabilidad y los efectos externos idóneos a afectar nocivamente a terceros) están sustraídos de la autonomía privada y del poder dispositivo de los socios.

Lo que aquí hemos dicho permite discernir la esencia propia del instituto de las modalidades al través de las cuales él puede articularse, evitando de tal manera confundir, como lo ha hecho hasta hoy la doctrina y la jurisprudencia, el plano de la responsabilidad limitada con el de la personalidad, y aclarando además que aquel beneficium, al que frecuentemente se hace referencia, es sólo un elemento de un lejano pasado.

La autorización que el ordenamiento jurídico confiere está por lo tanto limitada al solo reconocimiento de la subjetividad y no se extiende a las modalidades organizativas de ésta que quedan comprendidas, salvo disposición con contrario, en la esfera propia de la autonomía privada.

Concluimos diciendo que es forzoso reconocer que las últimas teorías sobre la personalidad jurídica han contribuido a aclarar su aspecto principal y, en líneas más generales, el de la subjetividad. Su mérito está en haber depurado el concepto de personalidad jurídica de la idea de concesión y de creación estatal para reconducirlo al terreno del pensamiento humano37.